Afirmar que la actividad escénica de las décadas de los 60 y
los 70 era, sobre todo, amateur no es ninguna falsedad. La desaparición de la
gran cantidad de los profesionales del arte escénico existentes durante la República se dio durante
el periodo franquista. La gente de la cultura había sido mayoritariamente
republicana por lo que fue represaliada después de la Guerra Civil. La
mayor parte de los teatros fueron dedicados a otras actividades o simplemente
fueron destruidos. Los profesionales desaparecieron mayoritariamente y fue la
voluntad de los ciudadanos amantes del teatro la que mantuvo el arte escénico
por toda la geografía hispana. Sólo en Madrid o Barcelona se podía vivir del
teatro. El Teatro Independiente de los años sesenta se reivindicó por todo el
estado, actuando en plazas, centros parroquiales, casinos o almacenes. Sus
integrantes empezaron a obtener ingresos económicos que, aunque eran exiguos,
les permitían vivir de su oficio. La regularización de los nuevos profesionales
llegó con la década de los 80. Por lo tanto, el teatro español actual le debe
mucho al teatro amateur. Pasados treinta años, da la impresión de que el
recorrido es exactamente el opuesto. La crisis imposibilita la contratación de
compañías profesionales, por lo que cada vez más, son suplidas por compañías
amateurs que pasan la gorra o compañías que van a taquilla, sabedoras de que
los ingresos serán insuficientes para ganarse un jornal digno. Desde diferentes
foros se ha lanzado la voz de alarma: el mundo de las artes escénicas está
viéndose infiltrado por colectivos amateurs, independientemente de su calidad
artística. Cumplir con la legislación fiscal y/o laboral no es sinónimo de
calidad, pero incumplir la normativa es sinónimo de intrusismo, lo que está penado
por la ley. El mundo amateur tiene todo el derecho a existir como mundo amateur
y el mundo profesional debe competir en igualdad de condiciones. En varios
países de Europa, a las compañías amateurs no se les permite cobrar entradas y
la contratación por parte de las instituciones se limita a pagar los gastos
generados por una actuación, sin incluir jornales ni beneficios. La confusión
entre ambos conceptos está llevando a clamorosas reivindicaciones por parte de
los profesionales que ven como su espacio habitual de trabajo está siendo
sustituido por otros artistas que incumplen la normativa vigente. Pese a ello,
no consta que las autoridades laborales se hayan tomado muy en serio la
posibilidad de regular esa indefinición. Y como siempre sucede, en río revuelto
hay ganancia de pescadores. Que sean los propios ayuntamientos quienes intentan
regular la mendicidad artística para así ahorrarse unas perrillas parece
denigrante. Los mismos ediles que prohíben la mendicidad en su localidad ahora
la autorizan si pasas un examen artístico no regulado. Vaya, que autorizan a
quienes pueden pasar la gorra y a los que no, por lo que tenemos mendigos
legales e ilegales. No obstante, ambos son mendigos. Viven de la caridad
pública, no se les exige cobertura social ni responsabilidades fiscales.
Tampoco tienen impuestos que pagar pero a los ayuntamientos les salen gratis y
los están utilizando para darle un colorido cultural a sus calles.
Independientemente de la calidad y dignidad de los artistas que se ven
sometidos a este peculiar sistema de mendicidad, es evidente que el intrusismo
está servido. Como en los tiempos de Franco, la cultura está regresando al mundo
amateur. Y eso no es bueno.