P.- ¿Qué es el triángulo de la muerte
argelino que presentas en El
boulevard de los perros?
R.- Es el lugar
donde se tienen más registros de asesinatos y masacres en la no declarada
guerra civil argelina de la decada de los 90, un conflicto que comenzó con la
anulación de los comicios en el 92, cuando el ejercito dio un golpe de estado y
detuvo a dirigentes y simpatizantes del partido ganador, el FIS (Frente
Islámico de Salvación), y que se prolongó durante más de una decada, dejando un
saldo de 200.000 muertos. Dicho triángulo se extiende desde la zona
metropolitana de Argel hasta las regiones montañosas donde las guerrillas se
hicieron fuertes. Es allí es donde transcurre el grueso de El
boulevard de los perros.
P.- ¿Como te acercas, en tu condición de
autor, a un conflicto tan lejano, aunque tan cercano en realidad?
R.- Imagino que
como cualquier persona perpleja ante un mundo que cada vez ofrece más misterios
que respuestas. Cuando el conflicto estaba en su máximo apogeo, yo tenía 13 o
14 años, y recuerdo que un episodio brutal de la guerra , la matanza de Rais,
coincidió con la muerte de Lady Di. Entonces su muerte era más visible y
valiosa que la de cuatrocientas personas. Luego vinieron los testimonios de
supervivientes, de cómo aquello podría haber sido orquestado por los servicios
secretos. Era como que nada encajaba. Veías,
en definitiva, cómo en un lugar tan cercano a ti se desencadenaba el infierno,
mientras tu vivías tu adolescencia tan feliz y despreocupado. Ahí es cuando
aprendes que no siempre serás niño, o que el mundo no es de buenos y malos,
blancos y negros, sino que hay una infinidad de tonos grises. De ahí también,
que en la obra decidiera introducir a dos chavales de mi misma edad en dicha
época, en dos lugares distintos, Argelia y Francia, a los que les une el mismo
descaro de la juventud.
P.- ¿Quizá lo más dramático de la obra es
la fatalidad con la que los personajes ven lo horrible como cotidiano?
R.-
Definitivamente. Hay un sentido de 'lo inevitable' en el que los personajes
viven,
intentan
encontrar sentido a algo tan arbitrario como la violencia, de ahí su tragedia
perpetua. Cada cual intenta a su manera encontrar una salida: en la oración, en
la reflexión, en la venganza,...
P.- Antes la proliferación de guerras ¿es
una obra que pueda ser enmarcada en otros países?
R.- Sí, quizás
con matices. Podría decirse que una de las primeras guerras del siglo XXI se
estaba librando ya en los 90, en un mundo cada vez más globalizado. El
conflicto argelino, veteado por lo religioso y civil, y con heridas de la
guerra de la Independencia aún entreabiertas, resultaba tan extremadamente
fragmentario que tenía más parecido con conflictos como el actual en Siria, que
con otros precedentes. La violencia salvaje e indiscriminada de las guerrillas
del GIA hoy nos resultarían más familiares que entonces, viendo los métodos
empleados por Boko Haram o Estado Islámico.
P.- ¿Cómo se puede llevar a escena una obra
sobre la guerra que transcurre en distintos entornos?
R.- La puesta en
escena puede requerir un proceso de laboratorio o un proceso experimental,
mediante el cual el texto no sea necesariamente un punto de partida que
encorsete el proyecto, pero si sea una especie de epicentro al que volver, y
donde los elementos escenográficos sean más bien simbólicos. De hecho el texto
en sí es como un puzzle: algunas escenas son inconexas, da saltos, es como la
fragmentación de la propia guerra... Con ello quería dar juego a dicha
experimentación. Esta obra en concreto es más atmosférica que visual, en
contraposición, por ejemplo, a Propaganda,
mi anterior texto, que tenía más elementos plásticos.
P.- Bossa es un drama en una familia
norirlandesa católica. ¿Cuál es el detonante?
R.- Bossa
Gilbert es una escritora norirlandesa que, tras un aborto en una clínica
clandestina, cae gravemente enferma y regresa a casa de sus padres. Ahí vemos
la distancia entre ambas generaciones, pero también lo que les une; intuimos
cómo fue criada, en un entorno muy religioso pero que también le dio pie a la
crítica desde pequeña. En su caso, a través de la escritura.
P.-¿Sigue siendo la religión una fuente más
de problemas que de soluciones?
R.- Creo que es
una dimensión constitutiva del ser humano, con sus pros y contras para la existencia
cotidiana. Es decir, incluso cuando alguien se define como agnóstico o ateo, lo
hace en torno a lo que considera sagrado o profano. Es el catalizador de
nuestros mejores deseos y nuestros peores instintos. El hecho religioso es
indisoluble de manifestaciones tan diversas como la violencia, la moral o el
amor.
P.-¿Es el dolor el nexo de unión de las dos
obras del volumen?
R.- Yo diría que
sí, por lo menos el más fuerte. También su reverso, una irreductible esperanza.
Añadiría, a todo ello, la familia, la religión, la moral, el pecado, la
dominación, la libertad... En fin, que el lector escoja. El boulevard de los perros es como una ola de calor en un
descampado polvoriento; Bossa es como
una tranquila y sosegada tarde lluviosa de otoño tras los cristales.